
Las personas que hoy en día tenemos hijas e hijos en secundaria no somos ajenas al mundo educativo. Hemos pasado años de nuestra vida en las aulas, hemos conocido a docentes con distintas maneras de enseñar y de entender su profesión, y hemos experimentado en primera persona la diferencia que puede suponer, en el desarrollo académico y personal, contar con un profesorado comprometido y preparado, o con uno que no lo está.
Por eso, aunque dé un poco de vértigo decirlo en voz alta, porque hay quien lo toma como un ataque hacia la profesión en general, es necesario reconocer que, al igual que ocurre en cualquier otro ámbito profesional, dentro de la enseñanza conviven personas con distintos niveles de preparación, vocación, implicación y compromiso.
Es decir, como en cualquier otro ámbito laboral, en la enseñanza encontramos profesionales excepcionales, cuya vocación, responsabilidad y dedicación marcan la diferencia en la vida del alumnado -¡millones de gracias 😊!-; otros que, sin sobresalir, cumplen correctamente con su labor -¡gracias 😊!-; y, lamentablemente, quienes no muestran el mismo nivel de entrega, ya sea por falta de preparación, de interés, o, en algunos casos, por una actitud autoritaria, insensible y carente de empatía que, en lugar de motivar al alumnado, lo desanima y obstaculiza el proceso de aprendizaje.
Para ilustrarlo: si aplicáramos la misma escala de calificaciones que se utiliza en los centros educativos, podríamos decir que en la docencia hay profesionales de "sobresaliente", aquellos que no solo dominan su materia, sino que inspiran y motivan; los de "notable", que cumplen con su labor con responsabilidad y solvencia; los de "suficiente", que hacen lo justo sin llegar a comprometerse; y, lamentablemente, los de "suspenso", cuyas prácticas, ya sea por falta de capacidad, vocación o interés, o por un exceso de presión y tareas, lejos de estimular el aprendizaje, generan desánimo y frustración.
La mayoría de nosotros y nosotras, en nuestra etapa académica, hemos tenido docentes de alguno de estos tipos. Hemos aprendido con algunas personas admirables a las que recordamos con afecto y, por el contrario, hemos sufrido con otras que, por distintos motivos, no estaban a la altura de lo que su puesto requería.
En consecuencia, respetar y valorar la docencia como la profesión esencial para el desarrollo de una sociedad madura, responsable, crítica y equitativa que es, y reconocer el magnífico trabajo que hacen muchos y muchas docentes, no debería hacernos caer en la simplificación de idealizar a todas las personas que la ejercen, asumiendo que todo el personal que se dedica a la enseñanza cumple su labor de manera impecable, con el rigor, la vocación, la entrega, la eficacia, la profesionalidad y la diligencia que se espera de ellas porque, como ya hemos explicado, todos y todas sabemos que no siempre es así. No se trata, pues, de generalizar ni de demonizar a toda una profesión, sino de reconocer que no todas las personas que trabajan en la enseñanza lo hacen con la responsabilidad, la empatía y la dedicación que esta labor merece.
Sin embargo, en muchas ocasiones, cuando las familias intentan manifestar sus inquietudes respecto a los y las docentes de “suspenso”, se enfrentan a una barrera difícil de sortear: el corporativismo dentro de los centros educativos. No es extraño encontrar resistencias a reconocer errores o a admitir fallos en el desempeño profesional, no solo propio sino también ajeno, y, como resultado, las quejas se diluyen en procedimientos que parecen más encaminados a preservar la imagen de cada uno de los colectivos que a solucionar problemas.
Otro tanto pasa en demasiadas ocasiones, cuando, directamente, las familias dan el paso de poner sobre la mesa las malas prácticas de algún o alguna docente: Por desgracia, en vez de asumir responsabilidades y tratar de poner solución a la situación, la respuesta se traduce en una simple redistribución de culpas, es decir, se responsabiliza a otros sectores de la comunidad educativa, sin una verdadera intención de analizar el problema y/o sus causas y de buscar soluciones.
Por ejemplo, en algunos casos, nos encontramos con que docentes de secundaria justifican su mala praxis, o la de alguno o alguna de sus compañeros o compañeras, en que el alumnado llega a la educación secundaria con importantes carencias en su preparación académica. Pues bien, de aceptar esta acusación, nos encontraríamos ante una cuestión sumamente preocupante: ¿de quién sería, entonces, la responsabilidad? Porque si se les achaca a los maestros y a las maestras de primaria que no han impartido adecuadamente los contenidos o que han abierto la mano a la hora de calificar, también se les está achacando a los equipos de dirección de los centros de primaria que no han supervisado de forma efectiva el desempeño docente; a los organismos de inspección correspondientes que no han cumplido su cometido de velar por la calidad educativa; y, de vuelta a secundaria, a sus equipos directivos que no han puesto en conocimiento de Inspección que el alumnado llega a sus centros con deficiencias en su formación. Es decir, estaríamos hablando de que hay muchas personas que no están haciendo bien su trabajo, o lo que es lo mismo, muchos empleados y empleadas públicas que cobran un sueldo por un trabajo que no desempeñan como es debido, lo cual nos llevaría ante una larga cadena de irresponsabilidades cometidas por una larga lista de supuestas personas responsables de la educación.
Y, lo que es más, esto implicaría que tenemos un serio problema porque, a diferencia de lo que ocurre en otras áreas laborales, las consecuencias de una mala práctica en la educación son especialmente graves, ya que afectan directamente al bienestar emocional y físico y al desarrollo académico y personal del estudiantado.
Así pues, debemos ser conscientes de que en todo esto hay una cuestión fundamental que no podemos eludir: las malas prácticas persisten porque quienes las conocen las toleran con su silencio. Si dentro de la comunidad educativa quienes son testigos de estas situaciones no actúan, se convierten en cómplices necesarios de su perpetuación, ya que la complicidad pasiva no solo afecta a una o a un estudiante en particular, sino que contribuye a consolidar una cultura de impunidad que debilita la calidad educativa y el bienestar del alumnado.
Cada persona que forma parte de la comunidad educativa –ya sea docente, equipo directivo, familia o administración– tiene un papel fundamental en el funcionamiento del sistema y, por lo tanto, una parte de responsabilidad en su correcto desarrollo. No se puede obviar que la formación de futuras generaciones no depende solo de los contenidos curriculares, sino del entorno humano en el que se imparten. Es esencial que toda la comunidad educativa se comprometa activamente con la calidad y la integridad del sistema educativo, fomentando la colaboración, el respeto y la exigencia de una enseñanza que garantice el desarrollo académico y personal de niñas, niños y adolescentes. Solo así podremos construir un sistema educativo que esté verdaderamente al servicio del aprendizaje y del crecimiento de las futuras generaciones.